Columna de opinión de la investigadora del CIUP, Paula Muñoz publicada en el Espacio de Reflexión del boletín Punto de Equilibrio n°31.
El siguiente artículo se realiza a título personal y no refleja necesariamente la opinión institucional de la Universidad del Pacífico.
Los resultados de la XII Encuesta Nacional sobre Corrupción en el Perú (Proética) de este año nos muestran, por un lado, que las percepciones de corrupción han crecido en nuestro país a lo largo del tiempo y que la corrupción se percibe como uno de los problemas más importantes. Pero, por otro lado, la encuesta muestra también que la tolerancia de grado medio a la misma es predominante y no parece sensible a la coyuntura; asimismo, que el pago de sobornos es un comportamiento relativamente extendido.
¿Cómo explicar estas aparentes contradicciones entre las actitudes hacia la corrupción de nuestra ciudadanía? Siguiendo los aportes de la psicología moral, en una investigación reciente desarrollada con Viviana Baraybar y Yamilé Guibert[1], planteamos que, cuando la corrupción está generalizada, como en el caso peruano, es posible que las normas/leyes anticorrupción no se interioricen como normas morales, sino que simplemente estén presentes como una de las múltiples normas sociales que pueden (o no) influir en el comportamiento de los individuos.
En los sistemas morales, las creencias sobre cómo actúan los demás en la sociedad son una pieza de información importante que las personas toman en consideración para formar sus actitudes y decidir sobre su comportamiento. Un contexto de alta corrupción puede corromper a los/as ciudadanos/as. Esto porque la decisión de cometer actos de corrupción depende de cómo esperamos que los demás se comporten, o cómo creemos que los demás esperan que nos comportemos en diferentes situaciones. A diferencia de las normas morales -que son interiorizadas y que los individuos siguen independientemente de la opinión de la mayoría-, las normas sociales son entendimientos compartidos sobre acciones que son permitidas o prohibidas, pero su cumplimiento depende en parte de la aplicación de sanciones (control externo al individuo).
El conflicto entre distintos tipos de normas puede conducir al desconocimiento de las leyes (o de normas sociales que condenan la corrupción) a favor de otras que, por ejemplo, pueden justificar el acto basado en ayudar a parientes necesitados. De hecho, según la literatura, en contextos de alta corrupción las prácticas corruptas pueden justificarse socialmente como soluciones aceptables para la resolución de problemas o, incluso, percibirse como estrategias “inevitables” en un sistema que empuja a los individuos a ello. Es interesante, por ello, constatar que en los grupos focales realizados se muestra, primero, que, a pesar de que se percibe el soborno como una práctica omnipresente, este es un comportamiento con carga moral y se espera que sea públicamente condenado. Pero los participantes distinguen también entre situaciones de soborno más y menos aceptables. Una racionalización que surge colectivamente es que las fallas del sistema público -un sistema injusto que trabaja a favor de los que tienen dinero o influencia- justifican el soborno. Sin embargo, esta justificación no se aplica a situaciones que podrían ocasionar daños a terceros.
Estas racionalizaciones colectivas no impiden, sin embargo, que los individuos puedan sentir estrés o incomodidad cuando se les pregunta directamente si han pagado un soborno en el pasado reciente. Como constatamos, esto lleva a que un grupo de personas mienta en las encuestas y oculte su participación en la coima. Así, en el estudio realizado encontramos qué un 16,8 % de los encuestados subrreporta su participación en casos de soborno cuando son interrogados directamente. Asimismo, y muy importante, encontramos que ese sesgo en la medición por una preocupación por quedar bien visto socialmente se explica estadísticamente por la socialización de género de los encuestados. La presión social del entorno por cumplir expectativas de comportamiento apropiado por género hace que los hombres sobrerreporten su comportamiento corrupto mientras que las mujeres lo subrreportan.
En las decisiones colectivas también fue posible detectar diferencias de género. En general, las mujeres calificaron diversos actos de corrupción y soborno como inaceptables con más frecuencia que los hombres, quienes se centraron en discutir los matices que rodean la aceptabilidad de algunos actos corruptos. Además, la mayoría de los participantes con racionalizaciones que culpan al sistema de corrupción eran hombres.
Estos resultados tienen importantes implicancias políticas. Para empezar, cuestiona la caracterización de Proética del perfil de sobornador promedio como hombre. Esto podría no ser cierto. Por lo demás, una intervención neutra desde el punto de vista del género para luchar contra el soborno no sería eficaz, ya que simplemente reproducirá las expectativas de género con respecto al comportamiento corrupto. Como vemos, estudiar cómo piensa la ciudadanía es importante para diseñar políticas públicas más efectivas.
[1] Bribing and Social Desirability in Peru: A Mixed Methods Approach
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