Filosofía y teoría de la educación

(Des)habitar las aulas: descripción de un malestar desde la filosofía del espacio

24 agosto, 2021

El investigador del CIUP, Cesare del Mastro, escribe para el Espacio de Reflexión del boletín Punto de Equilibrio N°17.

El siguiente artículo se realiza a título personal y no refleja necesariamente la opinión institucional de la Universidad del Pacífico.

En su libro En casa. Los territorios de la intimidad, Perla Serfaty-Garzon propone entender la dimensión subjetiva y simbólica de la experiencia de habitar a partir del trauma del robo, del allanamiento del propio hogar. Si en el asalto del domicilio sentimos que se han violado los límites entre el espacio externo y el espacio interno, y se ha vulnerado algo de nosotros mismos en el hurto de nuestros objetos y en la desarticulación del orden –o del desorden– según el cual los habíamos dispuesto, es porque habitar no significa únicamente ocupar un espacio físico, alojarse o cobijarse, sino configurar un lugar determinado de manera tal que encarne y comunique nuestra identidad. Habitar el espacio es, ante todo, una experiencia vivida: todo lugar habitado es lugar para alguien según la manera específica como dicho espacio se estructura en función de experiencias y se carga de múltiples significados. Este es, de hecho, el sentido primigenio de la ética, pues a la pregunta ¿cómo deseo vivir?, una de las acepciones del término griego ethos responde con la noción de morada: el “buen vivir” requiere la construcción del espacio que quiero habitar, acorde conmigo mismo y reflejo de mi carácter, de mi personalidad. Se trata de la consonancia entre la “morada externa” y la “morada interna”.

Las aulas de nuestros colegios y universidades no han sido objeto de allanamiento en sentido estricto, pero el hecho de que se encuentren vacías, deshabitadas desde hace ya un año y medio, puede ser percibido como un despojo: algo fundamental de la experiencia docente y estudiantil nos ha sido arrebatado. Quisiera evocar en estas breves líneas dos manifestaciones de dicha usurpación para que, a través de algunas ideas generales inspiradas de la filosofía del espacio, de este malestar de la des-habitación de las aulas emerjan con mayor claridad su sentido y su valor, y, así, las razones no solo técnicas sino antropológicas que apuntan a un retorno urgente a ellas.

  1. “Voy a clases”

El primer malestar ligado a la des-habitación de las aulas me remite a la sensación de haber concluido mi sesión de clase virtual y, al apagar la computadora, observar la pared de la sala y la misma mesa del comedor sobre la que había desayunado, me dispondría a almorzar, respondería correos electrónicos, conversaría con mis amigos a través de “zoom” y volvería a dar clases. El sentimiento de haber muerto un poco a mí mismo sobre esa mesa proviene del eclipse de todos los espacios dispuestos culturalmente para cada una de las actividades mencionadas, de su reducción violenta a un solo ambiente en una suerte de arresto domiciliario: no había “ido a dictar” a ningún lugar y mis estudiantes no habían “ido a clases”. Habíamos permanecido, y seguíamos, cada uno en su propia casa.

Si bien la posibilidad de tener una habitación propia es un derecho basado en la necesidad de separar los espacios público y privado, y hacer, por lo tanto, de mi habitación un lugar de afirmación de mi identidad, de cuidado corporal, despliegue sexual y reflexión personal, el confinamiento y la educación a distancia la han convertido de un lugar escogido (celda del monje o del adolescente que reclama su cuarto para dormir solo) en un lugar impuesto (celda del prisionero o del enfermo que no debe contaminar a los demás), de refugio y reposo en encierro. La autora de Historia de habitaciones, Michelle Perrot, sugiere, por ello, repensar la habitación –“medio y expresión espacial de la individualidad”– en la época del coronavirus desde esta paradoja según la cual dicho espacio personal es a la vez objeto de deseo y de rechazo, de libertad y de imposición, de soledad expansiva y de cuarentena limitante. Esta contradicción propia de nuestro vínculo con el espacio durante la pandemia acentúa la tensión que se vivía ya en el choque entre dos tendencias: atenuar, por un lado, las fronteras entre lo privado y lo público en un gesto político de apertura y transparencia; y reivindicar, por otro lado, en contextos de hacinamiento y ante el voyerismo característico de las redes sociales, la habitación separada como un derecho a la intimidad y al secreto.     

¿Qué puede aportar la filosofía del espacio a este diagnóstico? ¿En qué radica, de manera más fundamental, el malestar que nos invade cuando, desde la habitación y la pantalla de la computadora sentidas como exilio y castigo –“anda a tu cuarto”, “las clases seguirán siendo remotas”–, añoramos la vibración inmediata de las aulas, el regreso al espacio cerrado de lo interior una vez disfrutada la apertura a lo exterior, encuentro con lo diferente sin el que no hay retorno posible al hogar puesto que no se ha salido de él? Basada, entre otros, en la obra de Abraham Moles, en su artículo Habitar Sabine Vassart sostiene que la aparente paradoja entre interioridad y exterioridad debe ser abordada, en realidad, como una relación dialéctica. En efecto, si no existe “lugar puro” abordable únicamente en términos de volumen, es porque el espacio no solo está siempre en relación con el punto de vista de un sujeto “aquí y ahora”, sino porque constituye el eje desde el cual una persona se vincula con el mundo exterior, se proyecta hacia él y permite que este ingrese, a su vez, en su morada. El lugar más íntimo del yo –o el yo en su interioridad– es, precisamente, el centro del espacio y punto de enraizamiento simbólico a partir del cual se extiende el mundo.

Dos consecuencias se desprenden de esta necesaria imbricación entre lo que Vassart denomina la tranquilidad céntrica de la morada y la tensión excéntrica del mundo exterior. En primer lugar, las aulas son, en determinada etapa de nuestra vida –y en la de “toda una vida” para quienes pasamos de ser estudiantes a ser profesores–, uno de los lugares más importantes en el proceso de apropiación del espacio entendido no como propiedad sino como obra, es decir, como configuración, en dicho espacio y por él, de una modalidad particular de la existencia, de la huella personal impresa en un mundo que se construye y se transforma como identidad e interacción. Lejos del simple marco físico, los lugares se cargan de sentido por las actividades, el trabajo y los vínculos que allí se desarrollan; gracias a este proceso de instalación, posesión, identificación y apego marcado por la forma particular como cada uno ocupa el espacio, el aula deviene la prolongación de uno mismo.   

En segundo lugar, las aulas deben comprenderse como una de las manifestaciones del lazo que la persona establece con su chez-soi: cada manera de habitarlas expresa un modo de vida y un imaginario específicos e indispensables para la identificación del individuo con su condición de profesor o estudiante. Por ello, el chez-soi definido como manera personal de configurar nuestra territorialidad no se identifica únicamente con el domicilio: como el piloto en el avión, el alumno y el maestro pueden sentirse más “en casa” en el salón de clases que en su hogar. El aula es chez-soi en la medida que está asociada a una forma de pertenencia, así como al desarrollo de diferentes capacidades: es el soporte espacial de las tonalidades afectivas y la fuerza vital de sus ocupantes según códigos que transmiten información esencial sobre quienes la habitan. La impresión de sentirse plenamente en casa tiene, en consecuencia, una contraparte muy importante en el estar plenamente en la escuela y en la universidad.      

En esta perspectiva, lo que el confinamiento impide es que desde el “aquí” del sujeto se extiendan las ondas o zonas concéntricas del “allá” que, partiendo de la escala del propio cuerpo, alcanza la escala del mundo. No ir a clases significa, pues, interrumpir una de las dinámicas de esta ampliación de la estructura espacial mínima del yo, fundamental para la configuración de su identidad. Solo cuando el proceso de enseñanza-aprendizaje supone desplazamiento, el domicilio puede distinguirse del aula; entonces esta última existe realmente como una extensión del cuerpo que se prepara para ingresar en ella, que la habita y la integra, desde cada uno de sus elementos, a la propia historia individual. Del mismo modo, en tanto espacio vivido y lugar de memoria, el aula tiene la capacidad de poblar el hogar: lo experimentado en los salones de clase se narra en casa, y cada uno introduce y distribuye en su habitación los objetos representativos de la universidad o el colegio que marcan la trama de su existencia.  

Cuando profesores y estudiantes nos vemos impedidos de ir a clases y todas las ondas concéntricas del cuerpo que tienden a los diversos “allá” de nuestras múltiples actividades chocan con la pantalla del mismo ordenador, se oponen el “adentro/cerrado” y el “afuera/abierto” de manera tal que se niega la continuidad entre la vida interior y la exploración del medio exterior. Dado que no hay retorno, volver a casa ya no es la contraparte de haber salido de ella hacia el colegio o la universidad, con lo que este movimiento de salida representa como posibilidad de encuentro, de interpelación desde la alteridad, la recreación de los modos de habitar y los riesgos propios de la vida social. Se ve afectada, por lo tanto, la permeabilidad de la habitación y del aula, así como la identidad que se construye a través de la interacción de ambos espacios en periodos centrales de nuestra vida como la etapa escolar, el inicio de la vida universitaria, y el día a día de quienes escogimos las aulas –y no las computadoras– como territorio vital de nuestro quehacer docente. La des-habitación de las aulas termina por producir, en este sentido, la des-habitación de la habitación misma.

  1. “Nos vemos en clase”

Si, como hemos indicado, el habitar alude a la relación específica entre un sujeto y el espacio del que se apropia, este vínculo implica también un “habitar-con”; por ello, el segundo malestar generado por la des-habitación de las aulas radica en el hecho de no haber conocido realmente a los estudiantes: la sensación de haber pasado dos años de trabajo pedagógico despojado de la irrupción del otro en la circulación de los sentidos y en la simultaneidad espacial que constituyen la verdadera experiencia de estar con otro. Al escribir en un correo electrónico “nos vemos mañana en clase” sabemos que no nos veremos: nos encontraremos –conectaremos– sin encontrarnos realmente.       

Por un lado, debido a que, como explica Vassart, en la habitación no solo se da un movimiento de repliegue sobre uno mismo sino la posibilidad de filtrar las conexiones entre el mundo interior y el espacio exterior a través, por ejemplo, de la hospitalidad, la des-habitación de las aulas nos coloca ante la imposibilidad de acoger en ellas a diversos otros cuyo encuentro real es la condición de la socialización, del vínculo entre las generaciones y de la discusión con la que se forja el debate sobre los asuntos públicos. Por otro lado, sin nadie que las habite y nadie que acoja, las aulas no pueden ser leídas como una parte importante de la biografía individual y colectiva de quienes estuvieron en ellas: los salones de clase no se pueden ofrecer directamente a la mirada del otro para que este reconozca en ellos un testimonio de la identidad del yo-nosotros que ha estudiado y que enseña allí.          

Por el contrario, cuando las aulas están habitadas son el escenario de un diálogo marcado por diferentes formas de retroalimentación que no exigen únicamente ocupar el mismo tiempo, sino una simultaneidad espacial imprescindible para que se movilice la cadena de sentidos –mirada, voz, gestos– sin la cual es muy difícil una comunicación efectiva. En la pretendida simultaneidad de las clases virtuales hay, en realidad, una apariencia de presencia ya que no compartimos un mismo ambiente: no son clases en tiempo real porque no hay cohabitación. Constatamos esta presencia ausente del otro en la disgregación de la unidad del sentir, pues el estar con otro se reduce a distantes percepciones sonoras y visuales que no nos exponen a la co-presencia en la que se conjugan todos los sentidos. Aquel cuya voz se oye, y cuyo rostro a veces se ve, aparece bajo el modo de una seria distorsión operada por una pantalla que nos recuerda sin cesar que cada uno permanece en su propio espacio: no estamos ante el otro, no nos encontramos con el otro. Quedan fuera de nuestro alcance interpretativo insospechados matices de la entonación, los sutiles movimientos de la cara y el cuerpo que acompañan la palabra o el silencio, la postura, la perspectiva visual de conjunto, las sensaciones térmicas, olfativas y táctiles que enmarcan todo proceso pedagógico real. Y es que, como afirma Alonso Cueto en su prólogo a Mis trabajos y los días de Luis Jaime Cisneros, “el contacto verbal, la adivinación en la mirada de cada alumno, el ambiente del aula, son circunstancias que alteran, modifican, estimulan al profesor y a los alumnos”. 

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En su novela No exactamente el amor, Arnaud Cathrine cuenta a propósito de uno de sus personajes que “aunque un poco excesivo, era púdico y solo daba retazos de él a través de la historia de los objetos que poblaban su pequeña morada”. Luego “ella se puso a hacer como él: hablar de sí misma a través del relato de los objetos”. La des-habitación de las escuelas y las universidades ha perturbado esta capacidad para narrar a otro una parte de nuestra biografía a través de la biografía de los objetos y los encuentros que conforman nuestro espacio vivido. Si en el contexto de la pandemia se han propuesto numerosas reflexiones en torno a la famosa frase de Pascal “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”, es posible decir también que el malestar de profesores y estudiantes se debe a que no podemos habitar los ambientes que configuran nuestra identidad y nuestro quehacer: las aulas a las que no vamos y en las que no nos vemos realmente.          

 

Referencias bibliográficas

Cathrine, A. (2015) Pas exactement l’amour. París: Gallimard.

Cueto, A. (2000) « Prólogo », Luis Jaime Cisneros. Mis trabajos y los días. Lima-Bogotá: Peisa.

Perrot, M. (2009) Histoire de chambres. París: Seuil.

(2011) « Une rencontre avec Michelle Perrot », entrevista con Cathy Barnier y Didier Grais. Champ lacanien 2011/1 n. 9: 155-171. Recuperado de: https://www.cairn.info/revue-champ-lacanien-2011-1-page-155.htm.

(2020) « La chambre, refuge ou enfermement », entrevista con François Busnel. La grande librairie 23/04/2020. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=v6OGTHidFOY.

Serfaty-Garzon, P. (2003) Chez soi. Les territoires de l’intimité. París: Armand Colin.

Vassart, S. (2006) « Habiter ». Pensée plurielle 2006/2 n. 12: 9-19. Recuperado de: https://www.cairn.info/revue-pensee-plurielle-2006-2-page-9.htm

 

 

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