Columna de opinión de la investigadora Mariela Noles Cotito para el Espacio de Reflexión del boletín Punto de Equilibrio n°23.
El siguiente artículo se realiza a título personal y no refleja necesariamente la opinión institucional de la Universidad del Pacífico.
En la vorágine del desarrollo de las nuevas formas de analizar y mirar críticamente nuestra realidad es fundamental dar un paso hacia atrás, cada cierto tiempo, y observar el debate público: dónde se enreda, en qué se concentra y hacia dónde va. Este ejercicio puede llevar a preguntarnos ¿por qué seguir hablando de violencias contra las mujeres en el Perú? y ¿por qué las políticas públicas sobre igualdad de género no están funcionando?
Luego de los recientes cambios del gabinete ministerial ha quedado en evidencia, una vez más, que para un sector importante de la sociedad peruana, las violencias contra las mujeres son un asunto que no corresponde cuestionar en la esfera pública. Así, a pesar de la existencia de normas y políticas públicas para combatirla, aún nos encontramos en un punto donde personas con acusaciones de violencia de género y/o de violencia contra mujeres, son nombrados en cargos públicos de alto nivel. En efecto, en el caso del Primer Ministro Valer, la presión social y la coyuntura política lo obligaron a renunciar al cargo, pero no olvidemos que este no es el único político (o inclusive único Primer Ministro) con acusaciones de este tipo; acusaciones que normalmente, además, no acarrean mayores consecuencias para el seguimiento de una carrera política.
Que eso suceda es muy preocupante, pero no resulta sorprendente. La Encuesta Nacional sobre Relaciones Sociales (ENARES) de 2019 evidencia un arraigo profundo de valores colectivos, en nuestro país, que justifican, o cuando menos toleran, la violencia en el hogar. Ideas como la existencia de un derecho de los padres a “corregir” a sus hijos con violencia o que “los niños a quienes no se les pega se vuelven malcriados y ociosos” son nociones que hacen parte de la encuesta y son claras manifestaciones de nuestro ideario social. Se trata de ideas que, aunque tal vez menos envalentonadas o más difíciles de admitir en público, siguen alimentando nuestros procesos de ma-paternidad y de relacionamiento intergeneracional.
La tolerancia frente a la violencia contra la mujer sigue la misma tendencia. En el 2019, y me arriesgo a afirmar: hoy, la mayoría de los encuestados consideraba que el proyecto de vida de las mujeres debía tomar un lugar secundario frente a su “rol como madre o esposa”, que la infidelidad de las mujeres merece “alguna forma de castigo”, que la vestimenta femenina es una señal de provocación sexual, y que las mujeres siempre deben estar sexualmente dispuestas para sus parejas.
Es fundamental prestar atención a las cifras pero además analizar las percepciones sociales y el esquema de valores y disvalores sociales que las informan. Esta perspectiva es precisamente la que permite explicar por qué las normas y políticas nacionales contra la violencia de género no terminan de funcionar o calar en la población. Con esta mirada mas amplia identificamos que las violencias contra las mujeres no son un tema individual o sucesos aislados, sino la realización/ejecución de un sistema de valores y disvalores sociales que sostenemos aun sin darnos cuenta. El señor Valer, y el siguiente político con antecedentes de violencia que se nombre en este y en los próximos gobiernos, para este u otro cargo, no son monstruos ni sujetos excepcionales, son uno más de nosotros. Muchas voces insisten en negarlo, pero lo cierto es que nuestros políticos SI nos representan. Piénsese en futbolistas, periodistas, empresarios, y varones de a pie con similares acusaciones y cuyos proyectos de vida han sido inafectos a este tipo de acusaciones, o casos de alto perfil donde las consecuencias han sido menores o superficiales para los acusados.
Pensemos luego en las veces en que nosotros y nosotras hemos dejado pasar, o nos hemos mantenido en silencio frente a episodios violentos al nuestro alrededor. Las violencias contra las mujeres están allá afuera, en todos lados, y son constantemente normalizadas por los varones y las mujeres en la sociedad (sí, las mujeres también ejercemos violencia sobre nosotras y otras mujeres, constantemente). La cultura machista no es exclusividad de los varones. Estamos siendo partícipes de la violencia contra las mujeres cada vez que culpamos a la víctima por la violencia sufrida, o a su madre (otra mujer) por no haber estado presente; o cuando relativizamos los hechos y cuestionamos que habrían hecho para merecer la violencia. Participamos activamente del ciclo de violencia cuando exaltamos la cultura de que masculinidad significa conquista sexual, pero esta misma cultura no incluye conversaciones sobre qué es el consentimiento, ni como manejar saludablemente un “NO”; mucho menos el espacio del placer femenino en la ecuación. Más aún, mientras estimamos que la libertad sexual femenina equivale a promiscuidad o “falta de decencia”. Hacemos parte del ciclo de violencia cuando devaluamos el trabajo reproductivo (doméstico) como un “no trabajo” de las mujeres, y nos burlamos de los varones que lo realizan o tienen la intención de hacerlo, y cuando participamos de la cultura de los varones “de verdad” y la de a las mujeres “se les pasa el tren.” Cuando le decimos a la niña que el niño en el patio de recreo que le jala el cabello lo hace porque ella le gusta, y cuando reprimimos al niño por llorar o expresar alguna otra emoción que no sea rabia. Cuando obligamos a los niños a “darle besito” al adulto a quien no se quieren acercar, o cuando ejerciendo violencia contra ellos afirmamos: hago esto porque te quiero. Relativizamos las violencias desde pequeños e imprimimos la idea de que la violencia puede muy bien hacer parte “del amor.” Ese es nuestro libreto social. ¿Por qué entonces la violencia nos sorprende? O ¿Por qué siempre asumimos que “el agresor” esta allá afuera y es alguien distinto o distinta a nosotros?
Si lee en este texto una aproximación cínica a la conmemoración de un Día Internacional de la Mujer, lamentaría informarle que esta interpretación está alejada de mi intención, o inclusive de mis palabras. La conmemoración de los muchos logros de derechos civiles para las mujeres en nuestra sociedad es algo resaltable. No obstante el camino recorrido no puede cegarnos al largo camino que aún nos queda por recorrer. Mi argumento central, para explicitarlo, es que debemos tomar en cuenta y buscar ajustar los disvalores sociales que sostienen, toleran y facilitan las violencias contra las mujeres. Dado que aproximarnos al tema únicamente desde una perspectiva condenatoria de hechos violentos aleatorios solo nos lleva, o nos mantiene, en debates inconducentes. Preguntarnos por cuál es el rol de nuestro sistema de valores y disvalores y cuál es nuestro rol personal (sea que nos identifiquemos como varones, mujeres o personas no binarias) en la eliminación de la violencia contra las mujeres es una mejor aproximación. Una de estas miradas nos lleva a criminalizar incidentes particulares de violencia aquí y allá, sin efectos mayores para el sistema nacional. La perspectiva que propongo nos lleva a identificar que el tema de las violencias contra las mujeres no se resuelve luego del incidente violento, sino atendiendo a los procesos que nos llevaron al mismo. A cuestionar el rol de la educación básica regular, nuestra valoración de lo femenino y lo masculino en la sociedad, los contenidos en publicidad y medios de comunicación a que estamos expuestos y que elegimos apoyar, y el rol de la educación de todos los agentes de protección del sistema nacional de justicia, entre otros.
Podemos seguir sumando a los discursos que se difunden en marzo y se olvidan en abril o podemos embarcarnos en un análisis más crítico y sistémico de nuestra sociedad para la búsqueda de soluciones que no nos lleven a recorrer 200 años más de vida republicana donde los derechos, la capacidad y las voces de las mujeres todavía estén en cuestión.
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