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El derecho a la ayuda a morir: elementos para un debate desde “Política, Filosofía y Economía”, por Cesare Del Mastro

12 septiembre, 2025

Artículo de opinión de Cesare Del Mastro, investigador del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP). Este texto fue escrito para el Punto de Equilibrio n°61.

El 27 de mayo de este año en la Asamblea Nacional de Francia, se aprobó la propuesta de ley que crea el derecho a los cuidados paliativos y a la ayuda a morir. El Parlamento francés adoptó esta ley con 305 votos a favor, 199 en contra y 57 abstenciones. En el curso de “Antropología Filosófica” (asignatura obligatoria de segundo ciclo para los estudiantes de la nueva carrera de “Política, Filosofía y Economía” en la Universidad del Pacífico), nos dejamos interpelar por ese acontecimiento socio-político no solo porque algunos consideran este nuevo derecho como un “giro antropológico”, sino debido a que las intervenciones de ciertos parlamentarios fueron el resultado de una reflexión conceptual fina y rigurosa en torno a quiénes somos los seres humanos; cómo pensamos los vínculos entre la vida, la muerte, la salud, la enfermedad y el cuidado del otro; y cuáles son las instituciones cuyos discursos y dispositivos de control entran en lucha por la legitimidad ética, científica, política y económica sobre la libertad con la que cada uno puede decidir vivir (o no) el final de su propia vida. Las breves líneas que siguen buscan dar cuenta de las valoraciones antropológicas que fundamentan determinadas posturas frente a este tema polémico a partir, sobre todo, del análisis del discurso de la parlamentaria Sandrine Rousseau. ¿Qué visiones del ser humano motivan las distinciones conceptuales establecidas así como los términos escogidos para la formulación de la ley (ayuda a morir, suicidio asistido, eutanasia, muerte digna)? ¿Qué concepciones de la vida y la muerte entran en tensión y subyacen tras los modelos socio-políticos y económicos que reconocen, ven con sospecha o rechazan el derecho a la ayuda a morir?

  1. Retórica, política y filosofía: la ayuda a morir no es el suicidio

En el marco del debate que se desarrolló en la Asamblea Nacional de Francia el 27 de mayo, la parlamentaria Sandrine Rousseau defendió el derecho a la ayuda a morir. Su argumento inicial fue el siguiente. En lugar de “cerrar los ojos para no ver”, es necesario reconocer que existen “arreglos en torno al final de la vida”: el poco uso de la sedación profunda, médicos que aumentan las dosis o desconectan a sus pacientes para ayudarlos a morir como pueden, enfermos que detienen su tratamiento debido a un sufrimiento insoportable, personas que van a países donde la ayuda para morir es legal; hay, también, pacientes que dejan de alimentarse, apuntan con sus armas de caza contra ellos mismos o piden a sus familiares que compren en internet la pastilla letal. Estas prácticas ocultas y desesperadas revelan un vacío en la discusión pública, así como la necesidad de una recreación crítica de nuestro imaginario sobre el final de la vida.

Pero este listado de prácticas ya existentes en la sociedad francesa responde además, en el discurso de Rousseau, a una experiencia personal. En un momento acalorado del debate en el hemiciclo, y en reacción a un parlamentario que la acusa de promover el suicidio, ella recuerda que, después de dieciocho años de lucha contra el cáncer, su madre tomó de golpe todos los medicamentos que se encontraban en su mesa de noche para suicidarse poco antes de que ella llegara a verla. La escena de la agonía fue muy violenta y desde entonces Rousseau dice haber tenido la impresión de que su madre tuvo que “robar la muerte” o “partir como una ladrona”, pues no contaba con un marco médico y legal que le permitiese no suicidarse –precisamente– sino solicitar y programar, en diálogo con sus seres queridos y de manera sosegada, la administración de la sustancia letal para aprovechar sus últimos momentos y dejar la vida serenamente. A su vez, este escenario hubiese permitido que madre e hijos sean acompañados por un médico, se digan unas últimas palabras, y se preparen para vivir el duelo de la separación y la pérdida con tranquilidad. La ayuda a morir a la que su madre hubiese podido apelar –de haber existido la ley que su hija defiende hoy– habría conducido a una modalidad del “dejar la vida” que se sitúa en las antípodas de la violencia y la clandestinidad propias del suicidio.

Si bien Rousseau siente la necesidad de justificar la referencia a una experiencia personal (como si esto restase seriedad a una discusión que se pretende estrictamente racional e imparcial), en realidad este vínculo entre quehacer político y vivencia individual es un elemento constitutivo de las prácticas discursivas que movilizan aspectos fundamentales de nuestra condición humana como el final de nuestra vida. La decisión de solicitar administrarse uno mismo una sustancia letal ante la degradación por una enfermedad en fase terminal y un sufrimiento insoportable puede ser, paradójicamente, una manera de reforzar los lazos últimos con la vida y los vivientes porque, como afirma Emmanuelle Danblon en sus estudios sobre el alcance político de la retórica (2011), nunca tenemos un acceso directo al conocimiento de nosotros mismos ni de los “asuntos de la polis”. Por ello, siempre son necesarios la mediación, el tránsito, el desvío a través, por ejemplo, de decisiones en apariencia contradictorias –el deseo del propio final como una afirmación de la vida– para alcanzar la auto-comprensión y defender la línea de acción que se considera mejor para el “buen vivir”. El relato testimonial adquiere una fuerza política debido a que, en términos del filósofo Vico (1668-1744), la retórica no es solo la técnica de “hablar bien” para convencer; ella nos recuerda, más bien, que la imaginación, las creencias, los relatos, el cuerpo, las emociones y la intuición son “las capas primeras y más antiguas” desde las que –y hacia las cuales– la razón remonta cuando el pensamiento crítico nos convoca a tomar la palabra (que es siempre ya una toma de decisión) en la discusión sobre los asuntos públicos (Danblon 2011, p. 30-32).

En otras palabras, la parlamentaria apela al relato del violento suicidio de su madre ya consumado para imaginar otros posibles que suponen la lucha por abrir un curso de acción colectivo diferente: el desenlace que su madre hubiese podido tener pero, también, el que aún podrían tener quienes enfrentan una experiencia similar. Se trata de “proyectarnos, en pensamiento y acción, hacia futuros que creemos deseables para nosotros mismos y para los demás” (Garrau 2024, p. 161-162). Esto implica no cubrir con un velo estructuras de impotencia y de clandestinidad sanitarias, sino darnos cuenta de que tenemos el poder de actuar contra las causas que reproducen la situación descrita por Rousseau: “se muere mal en Francia”. Este es, sin duda, el motor existencial y político que la lleva a afirmar, quebrándose al final de su intervención: “por todas y todos los que no han tenido acceso a esta ayuda [...]: sí a los cuidados paliativos, sí a la ayuda a morir”. La narración de un episodio de su historia personal es, pues, la mediación retórica gracias a la cual Rousseau toma una distancia hermenéutica respecto de lo ocurrido con su madre, moviliza “recursos primeros” como sensaciones y afectos, y exige una “pausa conceptual” en el debate de manera que quede clara la distinción fundamental entre “suicidio”, por un lado, y “ayuda a morir”, por otro lado. Gracias a la puesta en relato de su propia vulnerabilidad, la parlamentaria francesa cuestiona y reinterpreta nuestro imaginario sobre la vida y la muerte. Estamos, así, en la intersección entre retórica, política y filosofía.   

  1. La institución de nuevas prácticas, discursos y costos: las condiciones del acceso (o no) a la ayuda a morir

Con el objetivo de generar prácticas inéditas en torno al final de la vida que apunten al derecho a la ayuda a morir, los nuevos discursos serán encauzados por las mismas instituciones que celebran su carácter liberador. En efecto, como lo señaló el filósofo Michel Foucault en su discurso de ingreso al Collège de France, la persona que toma la palabra debe saberse siempre ya “tomada por ella” y “alojada en ella”, es decir, precedida por un conjunto de prácticas y discursos cuyas instituciones regulan su aparición, su continuidad y discontinuidad, su fuerza y su desarme: “en toda sociedad, la producción del discurso es a la vez controlada, seleccionada, organizada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen como rol controlar sus poderes y peligros, dominar su acontecer aleatorio, y esquivar su temida materialidad” (Foucault 1970, p. 10-11). Por ello, la propuesta de ley que crea el derecho a la ayuda a morir en Francia enmarca, regula, limita y verifica el derecho que al mismo tiempo proclama. Se trata, según Sandrine Rousseau, de “una ley de la prudencia que permite apretar el botón stop”. En efecto, para acceder a la ayuda a morir, el enfermo debe cumplir cinco condiciones: ser mayor de edad (1); ser francés o residente extranjero regular y estable en Francia (2); padecer una enfermedad grave e incurable, que compromete el pronóstico vital, en fase avanzada o terminal (3); presentar un sufrimiento físico o psicológico constante refractario a los tratamientos (que no se puede aliviar) o insoportable según el paciente cuando este ha escogido no recibir o detener un tratamiento (4); y poder expresar su voluntad de manera libre y consciente (5).

A estas cinco condiciones se ha llegado, según Rousseau, después de “años de concertación, de discusión y de prevención” que han implicado a diversas instituciones: las órdenes de médicos, la Alta Autoridad de Salud (HAS), los diferentes ministros de salud, la convención ciudadana y el relator general Olivier Falorni. Con el fin de aclarar la tercera condición, la Alta Autoridad de Salud precisó que por “fase avanzada de la enfermedad” se entiende la etapa “caracterizada por la entrada en un proceso irreversible marcado por el empeoramiento del estado de salud de la persona enferma que afecta su calidad de vida”. En cuanto a la cuarta condición, los diputados añadieron que “un sufrimiento únicamente psicológico no puede en ningún caso permitir beneficiarse de la ayuda a morir”. Para algunos, la quinta condición es demasiado vaga pues será difícil determinar –sobre todo ante sufrimientos extremos para los que no siempre se dispone de cuidados paliativos o que un personal de salud desbordado no puede acompañar adecuadamente– cuándo la demanda de ayuda a morir es realmente la expresión de una decisión lúcida; para otros, es una restricción que excluye de manera injusta a quienes a causa de una enfermedad neurodegenerativa, por ejemplo, no podrían ya disponer de todas las facultades propias de un juicio “libre y consciente”.      

Añadamos a estas cinco condiciones que si bien la decisión debe ser del paciente que sufre, no depende exclusivamente de él, ya que existe un comité que autoriza o no que la persona pueda administrarse la sustancia letal, o que otro lo haga si ella no puede. Dado el carácter irreversible de la acción, la experiencia del tiempo y la determinación de los plazos son fundamentales. Así, una vez hecha la demanda por parte del enfermo de manera escrita o “a través de cualquier otro medio de expresión adaptado a sus capacidades”, el médico tiene quince días para realizar los exámenes necesarios, reunir la información pertinente y comunicar las motivaciones de su resolución. Si el doctor está de acuerdo, el paciente tiene un plazo de reflexión de al menos dos días, con la posibilidad de renunciar a su solicitud. Para reforzar el vínculo entre las dos leyes que se sometieron a votación en la misma sesión del hemiciclo, se dispone que en el primer momento de la respuesta a la demanda de ayuda a morir, el médico tendrá que informar al enfermo sobre los cuidados paliativos y el acompañamiento a los que podría acceder. Se prevé también que el doctor proponga tanto al paciente como a sus familiares la consulta con un psicólogo o un psiquiatra. Con el objetivo de que la responsabilidad de la respuesta al pedido del enfermo no recaiga exclusivamente en el médico, se debe conformar un comité pluriprofesional al que se integrarán al menos un especialista de la patología implicada y un profesional de salud involucrado en el tratamiento; además, la persona de confianza designada por el paciente podrá unirse a este “procedimiento colegiado”. 

Son derechos del paciente escoger la fecha de su muerte, las personas que lo acompañarán así como el espacio que, si bien puede encontrarse fuera de su domicilio, no podrá ser un lugar público. El enfermo es el único que podrá recurrir al juez administrativo para oponerse a la decisión del médico que se ha pronunciado sobre su pedido de ayuda a morir o que ha detenido el procedimiento. En cuanto al personal de salud, una vez administrado el producto letal, ni el médico ni el enfermero tienen la obligación de permanecer al lado del paciente, pero deben estar lo suficientemente cerca como para poder intervenir en caso de dificultad. Los profesionales de salud tienen la posibilidad de recurrir a una “cláusula de conciencia” si deciden no participar en el procedimiento de ayuda a morir y, en ese caso, deben dirigir a la persona hacia un colega o hacia la comisión que reunirá los datos de los profesionales dispuestos a colaborar en la ayuda a morir. Ahora bien, para proteger este nuevo derecho, y tal como se hizo para el de la interrupción voluntaria del embarazo, un miembro del personal de salud puede ser acusado de “delito de obstrucción a la ayuda a morir” definido como “el hecho de impedir o de intentar impedir practicar o informarse sobre la ayuda a morir por cualquier medio”: perturbación de los lugares en los que se practica la ayuda a morir o ejercicio de algún tipo de presión, amenaza o intimidación sobre las personas que buscan informarse, los médicos, los pacientes o su entorno. Las penas aplicadas a este nuevo delito pueden ir hasta dos años de prisión y 30,000 euros de multa.

Finalmente, respecto de la implementación técnica y económica de este derecho, la Alta Autoridad de Salud y la Agencia Nacional de Seguridad de los Medicamentos y los Productos de Salud estarán a cargo de definir y evaluar las sustancias letales que serán utilizadas para la ayuda a morir, así como establecer recomendaciones de buenas prácticas. Los gastos presentados en el marco de la ayuda a morir serán asumidos de manera integral por el Seguro de Salud, y los contratos de seguro de defunción tendrán que cubrir el riesgo de muerte en caso se ponga en práctica la ayuda a morir. Con esto se intenta evitar toda exclusión de cobertura de la ayuda a morir, especialmente si dicha exclusión pretende basarse en una eventual equiparación con el suicidio. Como se puede apreciar, aquí una medida de gestión económica ligada al alcance de la cobertura de un seguro responde a –y al mismo tiempo reafirma– la distinción filosófica a la que nos referimos al inicio entre la ayuda a morir y el suicidio. 

No obstante, en su columna de opinión “La perversa economía del suicidio asistido” motivada por la aprobación en junio de este año de planes para legalizar la muerte médicamente asistida en Inglaterra y Gales, la periodista Louise Perry (2025) advierte sobre los posibles riesgos de que, en virtud de su “sistema universal de atención médica”, el Estado asuma los gastos de este nuevo derecho. Inspirada en la novela distópica “Hijos de los hombres” de P.D. James y basada en casos ocurridos en Países Bajos y Canadá en los que ciertos pacientes afirman haber sido obligados por el personal del hospital a someterse al sucidio asistido debido al costo que representaban para el sistema de salud, Perry sostiene que en países en los que el Estado “tiene la tarea tanto de financiar la manutención de las personas mayores y discapacitadas como de regular su proceso de fallecimiento”, el suicidio asistido puede ser “una medida de ahorro en un momento en el que la carga financiera de su atención nunca ha sido mayor”. Así, por ejemplo, Canadá podría ahorrar entre 34,7 y 138,8 millones de dólares anuales en gastos de atención médica: este sería el incentivo que tienen los sistemas socializados de salud y pensiones para “descartar a sus usuarios más costosos” (2025). Una constatación demográfica refuerza, según la periodista, su sospecha: en los países en los que se ha legalizado el suicidio asistido, la tasa de fecundidad total está por debajo del umbral de reemplazo, lo que significa una amenaza para los sistemas de bienestar social “que dependen de los trabajadores jóvenes para financiar las prestaciones sociales y la atención médica de los adultos mayores” (2025). Puesto que la tasa de fecundidad total mundial se ha reducido a más de la mitad desde 1950 y la pirámide poblacional está cada vez más invertida, “una crisis de natalidad induciría a los gobiernos a facilitar el suicidio de los ancianos” (2025). Por estas razones, Perry sugiere imitar, en todo caso, el sistema suizo: 

“[...] el mejor sistema a imitar es el adoptado por Suiza, donde se ayuda legalmente a los pacientes a morir a través de organizaciones sin fines de lucro independientes del Estado. Sin esta separación, los órganos del Estado encargados de resolver un problema financiero imposible –cómo pagar a más ancianos con menos dinero– se verán inexorablemente arrastrados hacia lo que, a ojos de una burocracia insensata, parece una solución.” (2025).

  1. Matices conceptuales para orientar la acción: suicidio asistido, eutanasia, muerte digna … ayuda a morir   

El complejo debate económico y político en torno a quién financia (y cómo) la implementación de este nuevo derecho, con el que hemos concluido la sección inmediatamente anterior, exige volver al rigor conceptual al que nos habitúa la reflexión filosófica. Según vimos en la primera parte de este artículo, mientras que los “suicidios del final de la vida” cometidos por quienes “se saben desahuciados y deciden acabar con su vida con los medios que tienen a su alcance” son por lo general “clandestinos y violentos”, saber que uno puede pedir ayuda para morir con asistencia médica y en la compañía de sus seres queridos es una condición de la serenidad. En este sentido, de todos los argumentos presentados en la discusión, Sandrine Rousseau insiste solo en uno:

“Saber que se puede pedir una ayuda a morir permite –y yo lo creo– ayudar a vivir. Y lo vuelvo a decir aquí con fuerza: saber que podemos decir stop permite vivir plenamente los últimos momentos.  ¿Cuál es el precio, cuál es la riqueza, cuál es la felicidad de poder disfrutar serenamente de la suavidad de este beso posado sobre la frente de un ser querido, de la fragancia de estas flores que brotan detrás de la ventana y cuyo perfume llega hasta nuestras narices? ¿Qué alegría nos da oír otra vez, una vez más esta risa tan suave para nuestros oídos? Todo esto se hace posible de manera más intensa y más fuerte con esta ley. Ya sea que uno pida esta ayuda o que no la pida, sabemos que podemos hacerlo y para muchos esta será una condición de la serenidad. El medio para olvidar por un instante los tubos y las máquinas, los catéteres y las cicatrices para disfrutar, solo esto: disfrutar de la vida. Entonces, por nuestros amores, por nuestros amigos, por aquellas y aquellos que queremos, por todas y todos los que no han tenido acceso a esta ayuda, por todas y todos a quienes hemos acompañado en todas las casas de Francia, por el que creía en el cielo, por el que no creía, por nuestra humanidad, por nuestros derechos a disponer de nuestros cuerpos, por nuestra libertad tan preciada y tan querida: sí al derecho a los cuidados paliativos, sí a la ayuda a morir.” (2025).

A partir de este fragmento final del discurso de la parlamentaria francesa, señalemos dos matices conceptuales importantes que se desprenden del hecho de que estamos, según Rousseau, ante una “ley de libertad y de la libre elección”. En primer lugar, aunque etimológicamente significa “buena (eu) muerte (thanatos)”, en la formulación de este nuevo derecho se ha evitado el término “eutanasia” debido a que resuenan aún en él las prácticas genocidas de regímenes totalitarios como el nazismo. En efecto, en esas sociedades se empleó la palabra “eutanasia” para referirse en realidad a la “eugenesia”, es decir, al estudio y aplicación de ciertas leyes biológicas de la herencia y de principios ideológicos orientados al pretendido perfeccionamiento de la especie humana. Debido a esta asociación histórica entre eutanasia y eugenesia, se ha preferido hablar de “derecho a la ayuda a morir”, y se ha aclarado que esta ley se refiere únicamente a la posibilidad de que el paciente solicite de manera libre, consciente y voluntaria la ayuda a morir. Se trata de un texto que solo versa sobre el final de la vida y no sobre la discapacidad: no se apunta, en ningún caso, a algún tipo de selección entre quienes tienen derecho a vivir y quienes deben morir, como si se pretendiese determinar qué vida vale la pena y qué vida no; o como si se buscase calcular qué cuidados para qué personas merecen ser financiados y cuáles es más rentable detener o evitar (pues serían pacientes “muy costosos” para el sistema a los que habría que persuadir perversamente de solicitar el “suicidio asistido”). Por ello, en respuesta a las sospechas de Louise Perry en Gran Bretaña –y también a diferencia del caso de Ana Estrada en el Perú (Huerta 2024, p. 129-131)–, en Francia no se han usado el término “dignidad” ni la expresión “muerte digna”. Esta precisión es fundamental, ya que diversas asociaciones de personas con capacidades diferentes temen que esta ley abra la puerta a familiares que desearían “deshacerse” de una persona cercana considerada como una “carga”, así como a una gestión sanitaria que vería a determinados pacientes solos y económicamente precarios como “descartables”.

En segundo lugar, no solo es importante que la demanda de ayuda a morir provenga de una decisión libre y consciente del paciente sino que, si las condiciones se cumplen, se prioriza que este pueda administrarse a sí mismo el producto letal. Se consuma, así, un acto voluntario y personal ya que, como sostiene Sandrine Rousseau al final de su intervención, lo que está en juego en esta ley es la valoración de la libertad entendida como el derecho “a disponer de nuestros cuerpos”. A pesar de que, como hemos visto, no hay que confundir ayuda a morir y suicidio, cuando Thomas Macho (2021) aborda estas cuestiones, precisa que la pregunta filosófica no es, como en las primeras páginas de El mito de Sísifo de Albert Camus, “si la vida vale o no vale la pena de ser vivida”, sino “a quién pertenece en realidad nuestra vida” y “si nos está permitido disponer de ella y de su final” (p. 42). Nuevamente, si el derecho a la ayuda a morir no consiste en decidir qué vida tiene más o menos valor (ni menos aún seleccionar qué enfermo debe seguir viviendo y cuál no), su fundamento filosófico no reposa en una concepción de la vida y de la muerte más o menos digna (ni de la mayor o menor dignidad del modo particular como cada paciente asume la disminución de sus poderes y la inminencia del final de su vida). Se trata, por el contrario, del reconocimiento de que, en última instancia, la decisión sobre mantener o no en vida el cuerpo enfermo y sufriente para el que la medicina ya no puede hacer nada depende de quien padece y es dicho cuerpo. En este sentido, Macho recorre la historia de los argumentos que se han presentado desde la revolución agraria –con la que surgen las nociones de propiedad, dominio y parentesco– para afirmar que no somos propietarios de nuestra vida, porque esta nos ha sido donada en la “escena primordial” por un “otro” con el que estamos en deuda: la figura materna/paterna, el grupo de parentesco, los antepasados, el creador divino, los Estados y las naciones. Y estudia también –desde fines del siglo XIX con la distinción planteada por Nietzsche en Humano demasiado humano entre “la muerte involuntaria y natural” y “la muerte voluntaria y racional”– los argumentos de la perspectiva contraria según la cual

“En este siglo la pregunta acerca de a quién pertenece mi vida se responde con la exclamación cada vez más clara: ¡a mí mismo! Pero al mismo tiempo esta respuesta tiende de forma cada vez más patente a la certeza, aparentemente paradójica, de que si mi vida me pertenece es solo porque mi muerte me pertenece. Mi muerte es mía: este es el título de un inteligente análisis de los debates contemporáneos acerca de la muerte sobre la que uno mismo decide, que Svenja Flaßpöhler publicó en 2013.” (Macho 2021, p. 62-63).

***

A pesar de estas precisiones conceptuales, ¿no se introduce con esta ley una cultura de muerte allí donde la sociedad debe promover la vida, sobre todo si consideramos que en países como Canadá se ha suprimido la condición de una “muerte razonablemente previsible”, motivo por el cual “jóvenes con una vida potencialmente larga por delante optan por la muerte facilitada por el Estado [y] también lo hacen los pobres y los desesperados, que podrían querer seguir viviendo si tan solo contasen con el apoyo estatal suficiente” (Perry 2025)? Debido a nuestro poco conocimiento de la medicina paliativa (que no es una simple maquinaria de preservación de la vida), ¿no hemos perdido la capacidad de entender “cómo vive la gente que sabe que se está muriendo”, “cómo los que van a morir se dedican a vivir”, pues “se puede vivir bien dentro de los límites de la pérdida de energía e incluso desarrollar cierta familiaridad con las fases que se suceden en el lecho de muerte” (Mannix 2020, p. 11-13)? Y si recuperamos las fuentes hipocráticas de la deontología médica, ¿no estaríamos solicitando a quien ha jurado salvaguardar la vida de sus pacientes que los ayude a morir e incluso que les administre un fármaco mortal, con lo que esta decisión tiene de irreversible?

A título personal, considero, más bien, que el derecho a la ayuda a morir tal como se ha formulado en Francia nos invita a pensar de otro modo las relaciones entre vida y muerte. La sociedad de la competencia y el éxito para la que morir es un tabú y un fracaso nos hace olvidar no solo los límites de la medicina y los cuidados paliativos frente a ciertos dolores refractarios, sino la necesaria imbricación entre la vida y la muerte en el desgaste cotidiano del cuerpo o en el riesgo latente de contagio presente, por ejemplo, al ingerir el fruto que nos alimenta o al abrazar otro cuerpo. Pero olvidamos, sobre todo, la afirmación vital que puede encerrar la configuración del final de la propia vida, como cuando en sus Cartas a Lucilio Séneca sostiene que, si bien no nos pertenecemos de entrada a nosotros mismos, debemos aspirar a este fin pues es un bien inestimable llegar a ser dueño de sí mismo (Macho 2021, p. 43). En esta línea dice el filósofo latino que, así como elegirá su barco cuando esté a punto de emprender un viaje, así escogerá su muerte cuando esté a punto de partir de la vida:

“[Si al sabio] le sobrevienen muchas contrariedades que perturban su quietud, abandona su puesto. Y esta conducta no la adopta tan solo en caso de necesidad extrema, sino que tan pronto como la fortuna comienza a inspirarle recelo, examina atentamente si no es aquel el momento de terminar.” (Séneca 1986, p. 397).

En las antípodas del encarnizamiento terapéutico excesivo contra la voluntad de quien sufre –y lejos de la simple “argumentación compasiva” o de los “incentivos económicos perversos” a los que alude Louise Perry–, ¿la posibilidad de elegir sobre el propio cuerpo para acoger con lucidez lo inevitable no es acaso una manera de arrancar a la muerte algo de su carácter anónimo e involuntario? ¿Y no es acaso también el camino para desenmascarar a la religión y a la sociedad cuya preocupación por quien “está a punto de abandonar por propia voluntad la alianza de los vivos” traduce, en realidad, la pretensión de una (en nombre de la obediencia al deber divino) y la exigencia de la otra (en nombre de la idea de lo humano) de impedir al individuo “decidir en libertad cómo manejarse con la posesión de sí mismo”? ¿No afirmamos finalmente, así, que “nadie tiene derecho de prescribirle a otro de qué manera y en relación con qué hacer realidad la posesión de sí mismo en la vida y en la muerte”? (Améry 2025, p. 99-100). Al responder a quien solicita la ayuda a morir reconocemos el derecho que tiene a modelar la forma que debe adquirir para ella el advenimiento del final de todos los posibles. Y por ello, precisamente, la inminencia de la muerte se vive como posibilidad final propia y singular: un último y sereno gesto de libertad.

 

Referencias bibliográficas 

Améry, J. (2025). Morir por mano propia. Discurso sobre la muerte voluntaria. Trad. Griselda Mársico. Buenos Aires: El cuenco de plata. 

Danblon, E. (2011). “La rhétorique : à la recherche d'un paradigme perdu”. En: A contrario, n° 16, pp. 26-40. 

Foucault, M. (1970). L'ordre du discours. París: Gallimard. 

Garrau, M. (2024). “Le sens d'une politique de la vulnérabilité”. En: J. Porée (dir.). La fragilité humaine. Rennes: Presses Universitaires de Rennes, pp. 153-174. 

Huerta, E. (2024). El buen morir. Breve guía para entender y afrontar la muerte. Lima: Planeta.  

Macho, T. (2021). Arrebatar la vida. El suicidio en la Modernidad. Trad. Alberto Ciria. Barcelona: Herder.

Mannix, K. (2020). Cuando el final se acerca. Cómo afrontar la muerte con sabiduría. Trad. María Porras Sánchez. México: Debolsillo. 

Perry, L. (2025). “The Perverse Economics of Assisted Suicide”. En: The New York Times, 22 de julio de 2025. Recuperado de: https://www.nytimes.com/2025/07/22/opinion/assisted-suicide-economics.html?unlocked_article_code=1.Yk8.KXb8.4Y6I9cM-3h4T&smid=url-share# 

Rousseau, S. (2025). Discurso en la Asamblea Nacional de Francia a favor del derecho a los cuidados paliativos y a la ayuda a morir. París, 27 de mayo de 2025. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=jpRDcsUxBKE 

Séneca. (1986). Epístolas morales a Lucilio I. Trad. Ismael Roca Meliá. Madrid: Gredos.

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