El investigador del CIUP, César Guadalupe, analiza el sector educación a un año del gobierno del presidente Pedro Castillo.
Hacer un balance breve de lo que ha sucedido en materia educativa desde la instalación del actual gobierno resulta una tarea compleja. Uno podría empezar listando el conjunto de acciones destinadas a minar la educación de los peruanos y terminaría con una lista devastadora que, además, es resultado de la convergencia entre el Ejecutivo y el Parlamento. Asimismo, si se hiciese un listado de las cosas que debían hacerse y no se han hecho, también tendríamos otra lista profundamente desoladora. Los aciertos serían, además, una rala relación de más o menos buenas intenciones, pero carentes de viabilidad o de alcance aislado.
Entre las acciones que más han afectado la Educación, podemos destacar aspectos tan lamentables como la legislación destinada a subordinar la SUNEDU a intereses particulares (los mercachifles de la educación y las argollas que capturan universidades estatales); colocar a grupos de interés como censores desinformados o malintencionados de materiales educativos; tratar de reescribir la historia para ocultar crímenes y fechorías; sabotear (con diversas medidas) la inclusión del mérito como criterio fundamental para el ingreso, el ascenso y la permanencia en la carrera magisterial; destruir los equipos profesionales que (con limitaciones) existían en el Ministerio de Educación para convertir a éste, como a diversos ámbitos de la administración pública nacional, departamental y local, en un botín a repartir y donde la posibilidad de encontrar solvencia profesional es más improbable que el bíblico camello que atraviesa el ojo de la aguja.
Entre las cosas que debían hacerse y no se hicieron, tenemos la parálisis de procesos técnicos y administrativos complejos, que son necesarios para asegurar la dotación de materiales educativos a los estudiantes o conducir los procesos de evaluación docente que aún son mandados por la ley, entre otras cosas.
Por último,, si tratamos de ser generosos, los aspectos parcialmente positivos se vincularían con la legislación para el pago de adeudos a docentes o el “ingreso libre” a la educación superior que no es otra cosa que impulsar, con timidez y limitados recursos, a que las universidades estatales se preocupen por ampliar vacantes.
Asimismo, podríamos referirnos a la vocación de captura del Estado tan nítidamente expresada en el penoso tránsito del señor Gallardo por el despacho ministerial.
Sin embargo, hacer estos listados o analizar las tres gestiones ministeriales, siendo una labor necesaria, omite algunos problemas fundamentales sobre los que debemos recapacitar como sociedad.
En primer lugar, unos días antes del 11 de abril de 2021 sabíamos perfectamente lo que debíamos esperar: con ese Congreso y con cualquiera de los dos candidatos que pasasen a la segunda vuelta, era claro que la educación peruana sería objeto de rapiña y destrucción ya que los poderes del Estado estarían en manos de agendas particulares (algunas ilegales) que, simple y llanamente, desconocen, desdeñan, y/o desprecian el interés público. Una gestión pública que no se centre en la salvaguarda del interés público es garantía de socavamiento de la democracia y los derechos ciudadanos.
En segundo lugar, gran parte del daño es posible por errores fundamentales que hemos cometido como país. Esto incluye la forma como votamos y lo que hemos construido como sistema político, pero no sólo ello. Si hoy es posible que algunos llenen las oficinas públicas con sus allegados, es porque no hemos construido un Servicio Civil habiendo tenido el marco legal y los recursos para hacerlo; recordemos que hubo personas que, de manera sistemática, se opusieron, con la finalidad de llenar las oficinas públicas con sus propios allegados. El problema, para éstos, es que ahora se trata de “otros” allegados lo que denota otro de los grandes problemas del país.
En tercer lugar, a pesar de diversos esfuerzos, hemos tenido muchas dificultades para que la política educativa (sostenida tecnocráticamente desde mediados de los 90 hasta hace un año) logre, por un lado, predicamento y aceptación entre la ciudadanía y los propios actores del sistema (como los docentes) y, por otro, sea capaz de rectificar las cosas que debían rectificarse. Por ejemplo, la carrera magisterial es una buena idea; sin embargo, la idea del mérito no ha calado entre los docentes, no se ha garantizado que la carrera funcione bien como lo expresa el elevado porcentaje de contratados y, por supuesto, se ha seguido relegando el problema clave de la formación magisterial inicial. Lo mismo puede decirse del desdén que se mostró, apenas aprobada la Ley Universitaria, por el problema que se generaría con los estudiantes de filiales, programas e instituciones que no se habrían de licenciar.
Lo que estamos viviendo no sólo es penoso, sino que es el resultado de nuestras propias acciones y omisiones. Si no aprendemos las lecciones, va a ser muy difícil que, en un futuro próximo, veamos mejoras. En el corto plazo, “que se vayan todos” puede ayudar a limitar el aluvión anti-educativo que estamos viviendo, pero no resuelve el problema. Como escuché decir a un niño hace unos días: “Mamá, si se van todos, ¿nos vamos a tener que encargar nosotros o quién?”.
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