Artículo de opinión de Leda M. Pérez, investigadora del CIUP y profesora del Departamento Académico de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico. Este texto fue escrito para el Espacio de Reflexión del boletín Punto de Equilibrio N°48.
La costumbre de adentrar un canario enjaulado al socavón minero para detectar los niveles de oxígeno y metano fue una práctica común de la industria del siglo XIX y hasta entrado el siglo XX. Si el pajarito seguía cantando, implicaba que los mineros podían confiar en que todo marchaba bien: había la cantidad suficiente de oxígeno en el socavón para seguir con su labor sin correr riesgos. Hoy en día, la frase “canario en la mina de carbón” es una metáfora de una alerta frente a una catástrofe inminente. La misma noción se podría aplicar al estatus socioeconómico y político de las mujeres, en relación con la condición general de relaciones humanas en un país – sea este democrático, o no –. Las mujeres, las canarias. La desintegración social, el desastre inevitable.
Podemos comenzar con un dato que nos permite ver la situación socioeconómica y política de este género a nivel mundial. Claudia Goldin, ganadora del premio Nobel de 2023 en Economía (la primera mujer galardonada de manera individual en esta disciplina), confirmó lo que las feministas alrededor del mundo han argüido durante décadas. Y esto es que las mujeres – por más educadas que puedan ser – son castigadas en sus vidas laborales a raíz de su maternidad. Es decir, su sexo biológico y su capacidad de dar vida es la razón principal por la cual permanecen las brechas tanto salariales como profesionales entre hombres y mujeres en la fuerza laboral.
Una buena noticia – un avance contra la discriminación de género, de hecho – es que las mujeres solteras de altos niveles educativos, sin hijos, siguen la misma curva que los hombres (en el caso de este género es indiferente si ellos mismos son padres o solteros). Pero en línea con lo mostrado por Goldin y otros (como también Marianne Bertrand), con la llegada del primer hijo, la curva de participación laboral de las mujeres se aleja de la de los hombres y vemos que cuando retornan de un descanso materno, las mujeres nunca logran ganar salarios como los de sus pares masculinos. Kleven, Landais, & Sogaard (2019), por ejemplo, ya habían constatado este hecho para Dinamarca. Debo subrayar aquí que esto es así en un país nórdico que gana todas las competencias sobre índices de felicidad e igualdad de género, ¿qué podemos esperar para el resto del mundo?
Lo cierto es que allá, como acá, la realidad mundial para las mujeres es que la maternidad – una función biológica que cumple más o menos la mitad de la población adolescente/adulta del planeta – es penalizada en el ámbito socio-laboral. Al igual que los mineros en el socavón que precisan del oxígeno para continuar su labor sin morir en el intento, la humanidad necesita seguirse reproduciendo. Para ello, necesitamos tanto el oxígeno como a las mujeres. Como los canarios en la mina que van dejando de cantar y mueren, las mujeres, frente a las dificultades y marginación que representa para muchas procrear, van optando por no tener hijos. Pues, indiscutiblemente, las mujeres pagan el precio de la desigualdad laboral y social a raíz de la decisión de ser madres, por cumplir la función sine qua non que permite la continuación de nuestra especie.
Algunas pensadoras de izquierda como Nancy Fraser (2016), por ejemplo, dirían que estamos frente a una minimización del rol de la mujer en su función reproductiva. Así la reproducción social sea necesaria, no se le asigna el valor económico o político adecuado, pues de hacerlo hubiera que reconocer al sujeto que hace posible la continuación de la humanidad. Fraser nos diría que la situación actual de las mujeres es una manifestación de una paradoja del capitalismo que destroza aquello que necesita para sobrevivir. Y mientras el capitalismo desregulado destruye los insumos necesarios para la vida, – los recursos naturales y humanos, por ejemplo, las mujeres y muchos hombres (Fraser 2022) – al mismo tiempo se reconfigura buscando los mecanismos para ponerle esparadrapos a las lesiones causadas.
Este proceso se manifiesta en el declive del modelo de la economía familiar de antaño que algunos llamarían el fordismo, estructura por la cual el hombre trabajaba fuera del hogar, delegándole a la mujer la labor doméstica y la crianza de los hijos. Esto era posible porque los sueldos de los varones se daban abasto para mantener a familias de clase media. Pero el modelo colapsó en parte por movimientos activistas de mujeres contra estas configuraciones, pero también porque cada vez más las estructuras de las grandes empresas de la pos-segunda guerra mundial se fueron desmoronando.
En el nuevo modelo – en el cual vivimos hoy – junto con el hecho de que las mujeres son más educadas que nunca, encontramos también la expandida necesidad de que todas las personas adultas trabajen fuera de la casa como era típico antes, o desde la casa, como la virtualidad lo hace ahora posible. Esto es así porque en buena parte del mundo es casi imposible que las familias de clase media y clase media baja se mantengan con un solo sueldo.
El detalle, sin embargo, está en que las mujeres de más bajos recursos – además de ocuparse de la casa y de la crianza de los menores – siempre han tenido que trabajar de una forma u otra para generar ingresos adicionales. Y, a pesar de una mayor participación de mujeres de todos los estratos sociales en la fuerza laboral actual, las consecuencias de este fenómeno permanecen como una carga exclusiva de este género, ya que las mujeres siguen amarradas a – y responsables de – lo doméstico, y el cuidado de los niños y los adultos familiares en condición de dependencia.
Como es de esperar, esto se vuelve un círculo vicioso: mientras no se desatan las mujeres de lo doméstico, el mundo laboral les seguirá pagando menos por las razones descritas anteriormente, pero también porque el modelo actual de trabajo fuerza a las mujeres a tomar decisiones acerca de qué tipos de carreras seguir o qué oficios elegir para que estos combinen con sus labores como madres y esposas. Debido a que no hay la expectativa generalizada de que los hombres también tomen decisiones similares, cuando las mujeres escogen una carrera u oficio con atención al cuidado de la familia ellas son colocadas en posiciones marginales en el mercado.
Esta situación también da cabida a interpretaciones de centro-derecha que sugieren que el posicionamiento de las mujeres en el mercado laboral es una función de su propia elección; de sus preferencias por algunos tipos de trabajos que les otorgan mayor flexibilidad, y claro, la necesidad de tener tiempo para tener hijos y criarlos (Bertrand, Goldin y Katz 2010). Pero, también es cierto que las cosas son como son porque hemos creado sistemas – instituciones, digamos – a los cuales respondemos. Si el mercado laboral está hecho por hombres para cumplir con la forma de trabajar y las necesidades de los hombres, evidentemente las mujeres no tendrán mucha oportunidad de competir de forma igualitaria. Y esto claramente tiene implicancias, no solo para el sector laboral, sino también para la vida política.
Aterricemos con nuestra canaria en el Perú para sentar este punto. Una investigación reciente de Arlette Beltrán, María Amparo Cruz Saco, Mauricio Koechlin y Favio Leiva de la Universidad del Pacífico muestra que ser mujer en el Perú incrementa en 22 puntos porcentuales la probabilidad de realizar ocupaciones domésticas o de cuidado. Sucede que tanto el trabajo del hogar no remunerado como el trabajo del hogar remunerado son los oficios más comunes para las mujeres en nuestro país, a pesar de seguir la tendencia mundial de grandes logros en la educación para las mujeres, hasta sobrepasando a los hombres en las tasas de finalización de secundaria. Pese a ello, las brechas salariales entre hombres y mujeres en este país se acercan al 30%, como nos han recordado recientemente Vaccaro, Basurto, Beltrán y Montoya (2022).
Al mismo tiempo vivimos con altas tasas de informalidad laboral, donde las mujeres están desproporcionalmente representadas. En lo político, por contraste, pese a contar con la primera presidenta mujer de la república, la representación de mujeres en gobiernos locales y municipales se mantiene en un nivel bajísimo. Asimismo, en lo que ya pareciera ser una epidemia de violencia contra la mujer, tanto de forma física como psicológica, una investigación en curso por la Universidad Cayetano Heredia sobre las condiciones de trabajadoras del hogar en los departamentos de Lima, La Libertad y Piura encuentra que, entre las condiciones de salud más prevalentes, se encuentra la violencia doméstica (Proyecto ANITA).
En el mundo, vivimos en un momento de iliberalismo donde, entre los retrocesos, encontramos nuevas maneras de marginar aún más a las mujeres. En nuestro vecino del norte se observa la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de revertir el derecho constitucional al aborto y las batallas entre los estados de ese país frente al tema. Más cerca a casa, Javier Milei busca deshacer políticas e instituciones gubernamentales que apuesten por la igualdad de género, mientras que en El Salvador, Nayib Bukele sigue la corriente de batalla contra la llamada “ideología de género”.
Para el Perú podemos señalar la continuada campaña contra los estudios con enfoque de género en los colegios, los intentos en el congreso por tergiversar aún más la única ley que – correctamente interpretada – podría comenzar a permitir a que las mujeres tomen control sobre su propia salud sexual y reproductiva. Y eso que esta ley solo reconoce al aborto como legítimo en casos de peligro de la salud física o mental de la madre.
Hace pocos días se reportó que Corea del Sur había llegado a niveles tan bajos en sus tasas de natalidad, que se ha colocado como el país del mundo con la menor tasa de crecimiento poblacional. Frente a las marginaciones socioeconómicas y políticas que sufren por su maternidad, las mujeres surcoreanas han optado por no tener hijos – su poder relativo frente a la actual estructura del poder –. La canaria deja de cantar. En un contexto en el cual la tasa de fecundidad ha bajado en todo el mundo, ¿qué posibles coletazos pueden traer decisiones como estas a las sociedades que emprenden caminos con mayor fuerza como en el caso surcoreano? ¿Se importarán mujeres pobres para procrear? ¿Se hostigarán a las mujeres que no desean cumplir con su función biológica?
Silvia Federci (2004) sugiere que la caza de brujas de los siglos XVI y XVII en Europa fue en realidad una forma de terrorismo de Estado para forzar a las mujeres a cumplir con su función reproductiva para una sociedad decimada por la peste bubónica y por las guerras. ¿Qué calamidades puede traer el no reconocer a las mujeres en primera instancia como sujetos de derechos plenos? ¿De no garantizar sueldos equitativos, considerar su labor remunerada y no remunerada, o de respetar su autodeterminación como sujetos políticamente iguales, como ciudadanas? Así, como el canario va muriendo en el socavón por falta de oxígeno, es solo cuestión de tiempo para que el desastre asociado a la desigualdad entre los géneros les reste aire a las relaciones sociales. La pregunta es si será la sociedad en su totalidad la que pague el precio por mantener al margen a las mujeres, o si, como en el relato de Federici (2004), las mujeres serán el blanco de las rabias. Temo que nos aguardan tiempos ominosos.
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