Política comparada Políticas sociales

Sin prisa, pero sin pausa: apuntes sobre el “nuevo pacto social”, por Alberto Vergara

04 diciembre, 2020

Ensayo del investigador CIUP, Alberto Vergara, publicado por la ReVista Harvard Review of Latin America.

Un fantasma recorre el mundo: el nuevo pacto social. La noción-propuesta se ha hecho omnipresente en foros globales, sentido común entre políticos de derecha e izquierda y recurrente en los medios internacionales. Y esto parece normal pues la pandemia reveló lo frágil que eran nuestras sociedades. Al detener el mundo, la pandemia nos permitió ver, como nunca, grietas, brechas y penurias. En apenas unos meses, más de un millón de personas fallecieron, hubo más de 40 millones de contagios confirmados y la economía global decreció 5%. Sin embargo, el golpe moral provino por la manera desigual en que la enfermedad atacaba a las sociedades. Así, el Foro Económico Mundial convocó a “resetear el capitalismo” y el secretario General de las Naciones Unidas conminó a construir nuevos pactos sociales en los países, además de construir un Nuevo Acuerdo Mundial.

Para América Latina, ser la región más desigual del mundo se tradujo en que de los diez países más afectados por el coronavirus, seis forman parte del vecindario (y acaso debiéramos señalar que somos siete países americanos). Al final de este 2020, 231 millones de latinoamericanos habrán caído en la pobreza y la contracción del PBI continental será de 7%. Más allá de la calamidad agregada, la pandemia nos restregó un continente donde distintas desigualdades –económicas, sociales, territoriales, de género— complotan contra la prosperidad de los países y contra el proyecto de vida de cada ciudadano. Frente a semejante panorama, el reclamo por un nuevo pacto social resuena de derecha a izquierda.

¿De qué hablan estas voces cuando evocan un nuevo pacto social? Con distintos acentos, refieren fundamentalmente a la necesidad de un nuevo arreglo institucional que asegure que, en cada país, la ciudadanía disfrute de una salud, educación, vivienda y servicios básicos de buena calidad y acabar así con un sistema en el cual solo quien paga los obtiene. En los términos genéricos y difusos con que se le nombra, entonces, aparece como una convocatoria igualitarista vastamente consensuada y que, de conseguirse, marcaría un antes y un después en la relación entre Estado, mercado y ciudadanía en los países latinoamericanos.

En este ensayo no me ocupo del contenido concreto de este reclamado “nuevo pacto social”. Me interesa, más bien, observar dicha pretensión desde la política, planteando tres cuestiones:

- ¿Las grandes transformaciones sociales de carácter igualitarista se han hecho a partir de pactos sociales?

- ¿Cuáles son las condiciones políticas que facilitan o dificultan estas transformaciones sociales?

- ¿Están los países latinoamericanos en condiciones de pactar arreglos sociales así de ambiciosos?

Responder a estas preguntas puede ayudar a evaluar la promesa del omnipresente nuevo pacto social. Como concluiré, son pocos los países de la región donde existen las condiciones para planear y pactar acuerdos amplios y rupturistas. Los pedidos por “resetear” a los países pueden ser muy justos, pero, al mismo tiempo, esto resulta titánico e improbable para muchos y, por tanto, proclive a inocular frustración en un continente ya sumido en el desaliento.

Consenso competitivo

En el último poema del último libro de poesía que publicó Jorge Luis Borges, aparece un elogio conmovedor de la fundación suiza. Titulado Los Conjurados, saluda su origen en 1291:

Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.

Lo razonable los une y la cultura los distingue. Y optan por lo primero. Es el centro de la tradición filosófica que solemos llamar “contractualismo”. No pretendo aquí inmiscuirme en terrenos filosóficos, pero sí señalar que el contractualismo ha cargado con una ilusión crucial para la construcción la legitimidad política moderna, al establecer que esta se funda en el consentimiento de la sociedad y sus individuos. De Hobbes a Rawls –es decir, del pacto que instituye quién tiene derecho a utilizar la violencia al que produce un esquema de justicia social– el contractualismo tiende a conceptualizar lo pactado como el único pacto razonable para los contratantes y, por tanto, anuda la idea de contrato social a la ilusión de un vasto consenso, sino a la de unanimidad.

La vida democrática en sociedades plurales, sin embargo, tiene pocas oportunidades para estar marcada por el consenso y, mucho menos, por la unanimidad. El disenso es la moneda corriente. La democracia es, finalmente, un acuerdo para estar en desacuerdo. Pero este es un aspecto que el tecnocrático llamado por un “nuevo pacto social” parece obviar, pues al evocársele se sugiere un tipo de arreglo institucional comprehensivo que debería contar con un vasto consenso social inicial. Sin embargo, los cambios que redibujaron de manera profunda las relaciones entre Estado, mercado y ciudadanía en una dirección igualitarista no surgieron de la voluntad buena y unánime de hombres que, como diría Borges, toman “la extraña resolución de ser razonables”. Nacieron, más bien, de una dinámica política que llamaré “consensos competitivos”. Pondré unos cuantos ejemplos.

Empecemos con el New Deal. Cuando Roosevelt gana las elecciones norteamericanas de 1932, propuso unas reformas profundas que buscaban proteger a desempleados, regular los mercados que habían generado la catástrofe del 29 y relanzar la economía con un agresivo gasto estatal. Las reformas reencaminaron al país y fueron claves en la construcción del triunfante siglo XX norteamericano. Pero estas políticas no se derivaron de algún pacto fundante y comprehensivo. Más bien, eran las ideas del campo político demócrata que encarnaron en diferentes y sucesivas políticas públicas. Gradualmente, estas se hicieron legítimas consiguiendo respaldo popular. Y el partido demócrata se hizo hegemónico por un largo periodo de tiempo: ganaron siete de las diez elecciones entre 1932 y 1968, lo cual permitió profundizar e incrementar las políticas asociadas al New Deal. Asimismo, el movimiento sindical se fortaleció y estrechó su relación con el partido demócrata lo cual dio una pata social a la coalición que empujaba las políticas desde el Estado. Además, las reformas prosperaron gracias a un acuerdo con las elites sureñas quienes favorecieron el New Deal siempre y cuando se les mantuviera incólume el derecho a segregar. Como sintetizó Ira Katznelson respecto de este trueque a la base del New Deal, “The triumph, in short, cannot be severed from the sorrow”. Lo que me interesa apuntar de esta referencia apurada al New Deal es que se rearticuló la relación entre Estado, sociedad y mercado en una dirección semejante a la solicitada hoy, porque una coalición político-social alrededor del partido demócrata se impuso por largo tiempo a las plataformas lideradas por los republicanos, sin que esta correlación de fuerzas se transformara en la supresión o acoso al partido opositor.

O pensemos en el reputado Estado de bienestar sueco que desde inicios del siglo XX fomentó la construcción de una ciudadanía muy igualitaria en ese país. Como lo ha enfatizado recientemente Erik Bengsston, no había nada igualitario en el ADN sueco; lo que distinguió a este país a inicios del siglo XX fue la dimensión de su movimiento obrero. Y, en la esfera política, los estados de bienestar nórdicos se construyeron debido a una alianza duradera entre partidos social-demócratas y partidos agraristas (las “red-green coalitions”, sobre las que abundaron Gregory Luebbert y Esping-Andersen). Los partidos liberales y los intereses de las clases medias y altas solo se sumaron al proyecto cuando aquella alianza se hacía hegemónica. De hecho, el acuerdo de Saltsjöbaden de 1938 donde los liberales participan de un pacto que limita la libertad del mercado solo ocurrió porque en 1936 la coalición de social-demócratas y agraristas había vuelto a ganar las elecciones generales. La lenta construcción del Estado de bienestar surge, entonces, de la derrota de un sector y se enraíza porque la coalición vencedora que lo empuja perdura largo tiempo y, gracias a esto, consigue legitimar las instituciones y fortalecer a los actores que la apoyan. De 1932 a 1976 el partido social-demócrata sueco estuvo siempre en el poder. Pero no intentó utilizar esa hegemonía para limitar el pluralismo político.

Último ejemplo. El Estado de bienestar británico. La idea surgió en medio de la segunda guerra cuando un gobierno de coalición conservador-laborista pidió se evaluase la posibilidad de un sistema de seguridad social británico. Esto dio lugar al famoso Beveridge Report que planteó una expansión del Estado de bienestar inglés. El partido laborista adoptó la propuesta y gracias al triunfo incontestable de la elección de 1945 lo implementó. Gradualmente, las instituciones creadas obtuvieron una legitimidad importante. En especial, el National Health System devino en una institución central de la vida pública británica y, de hecho, en estos meses pandémicos hemos constatado nuevamente su importancia tanto para la salud de los ingleses como para el lugar que ocupa en el imaginario británico. Como en los ejemplos anteriores, al tiempo que las iniciativas laboristas ganaban apoyo, los sindicatos se hacían mucho más fuertes. Para los conservadores, la supervivencia de esta coalición durante varias décadas hizo impagable intentar desmontar las políticas del Estado de bienestar nacidas tras la guerra. Solo el Thatcherismo empezaría a hacerlo abiertamente a fin de los setenta.

En síntesis, todas estas grandes transformaciones sociales se debieron menos a pactos con contenidos amplios, específicos y nacionalmente consensuados, que a una idea difusa pero poderosa que se convierte gradual e indeterminadamente en políticas públicas gracias a una coalición hegemónica que perdura en el tiempo y, sin embargo, no suprime ni acosa a la oposición. Se trata de un consenso que compite, se hace legítimo y se institucionaliza.

Echo de menos lo que no vi ni en pintura

“Para meter la cuestión económica en nuestras negociaciones tenemos que matarnos unos veinte años más”. Eso fue más o menos lo que un militar salvadoreño argumentó durante los diálogos de paz que, a la postre, establecieron la democracia en aquel país centroamericano. No fue distinto en otros países. La urgencia de transitar hacia la democracia postergó eventuales transformaciones socioeconómicas. Hasta el clásico libro de O’Donnell y Schmitter sobre transiciones a la democracia, aconsejaba prudencia pues incluir lo económico en dichas transacciones podía descarrilar la prioridad democrática. Era lo que tocaba. En tal sentido, es muy improbable que los salvadoreños tengan un pacto social que deba ser reemplazado por uno nuevo. La democracia fue posible, justamente, porque, en lo esencial, no se tocaba la cuestión socio-económica.

O pensemos en el Perú. (Este artículo fue terminado y entregado justo antes de la vacancia del presidente Martín Vizcarra el 10 de noviembre de 2020.) Tanto en el número de muertos por millón de habitante como en el impacto sobre la economía, resulta el país que manejó de peor manera la pandemia. La ministra de economía peruana ha denunciado la situación del Perú como una que combina “los mejores indicadores macro-económicos con los peores servicios sociales.” Sin duda, ese es el verdadero acuerdo social del Perú contemporáneo. Pero nadie jamás lo pactó. Pedir un nuevo pacto social para el Perú es un imposible.

Chile, en cambio, pareciera emprender esa vía. Del estallido social hace un año a la votación del 25 de octubre de 2020 demandando masivamente una nueva constitución, la nación ha elegido salirse de un arreglo social de facto y pasar a un contrato social por pacto. La constitución de 1980 que los rige fue hechura de un gobierno autoritario y la nueva será la primera en su historia en ser preparada y aprobada democráticamente. Ese será su gran e inapelable triunfo. Cuánto pueda alterar la nueva constitución la forma de articular Estado, mercado y sociedad queda en el terreno de la especulación. O, como diría el escéptico Juan Pablo Luna, habrá que ver si al voto destituyente sigue un voto constituyente.

Entonces, en muchos países latinoamericanos no existe un pacto social viejo que reemplazar con uno nuevo. De otra manera, ocurre algo semejante en varios de los países que pasaron por el giro hacia la izquierda de inicios de los 2000. En ellos se intentó explícitamente cerrar y abrir un periodo de la vida nacional desde líneas semejantes a las contenidas en el reclamado “nuevo pacto social”. Acabarían con la “larga noche neoliberal” (Correa dixit). Y aunque dictaminar si lo lograron o fracasaron requiere de un aliento ajeno a este ensayo, valga decir que el propio Correa en solo tres años de presidencia triplicó el gasto social ecuatoriano. Y algo parecido ocurrió en la mayoría de estos países. Acompasados al ritmo trepidante de los precios del petróleo, la soya y el gas, desarrollaron un sinfín de programas sociales. Pasados los años, sin embargo, se hace difícil sostener que construyesen pactos sociales duraderos. Más bien, las reformas poseían dos pies de barro: acceso a recursos fáciles sin alterar la matriz productiva de los países y un motor político asentado en caudillos antipluralistas.

En Argentina era complicado dar continuidad a las políticas sociales si tanto macristas como kirchneristas se ven como actores ilegítimos (pensemos en Cristina Kirchner negándose a entregarle la banda presidencial a Mauricio Macri en 2015). En Brasil, la corrupción del PT y el hartazgo ciudadano con la politización del Estado dio lugar al filo-fascista Bolsonaro que pretende desaparecer todo lo que huela a progresista. Lenín Moreno tiró abajo una estatua de Néstor Kirchner para señalar el corte con Rafael Correa. Y en Bolivia el intento prepotente de reelección de Evo Morales generó una situación lamentable de arbitrariedad y limbo político durante un año. La elección de Arce, por cierto, abre la posibilidad de un “proceso de cambio” que no anule el pluralismo político. En todos estos países, en fin, más que un pacto social, encontramos alguna variante de la expansión de programas sociales que llegaron de la mano de una política anti-pluralista, polarizante, que, a la postre, abona su propia erosión.

En la mayoría de los países latinoamericanos, en resumen, no ha habido coaliciones de actores representativos que sostengan unas reformas sociales en el tiempo sin acorralar a la oposición. Y, por ende, insistir en un nuevo pacto social entre nosotros equivale a cantar con Albert Pla aquello de “echo de menos lo que no vi ni en pintura”.

Los de afuera son de palo

Uruguay está de moda. Y quien vea alguna presentación del presidente Lacalle notará que el ánimo nacional está como si el loco Abreu le acabase de picar la pelota al arquero de Ghana. Dentro y fuera surge un reconocimiento que en tiempos normales no se le daba al Uruguay. Tanto en muertos por millón de habitante como en su desempeño económico, se ha comportado frente a la Covid-19 como un país de primer mundo: la pandemia ha cobrado 59 vidas. Si un día, como en una novela de Saramago, Uruguay se desgajase del continente y encallase en Europa, sería un país con un per cápita de 50 mil dólares. Hasta vienen ganas de pedirles perdón por ser sus vecinos.

Uruguay pareciera confirmar la necesidad de un pacto social en América latina por una sencilla razón: es el único que cuenta con uno. (Dejo a Costa Rica de lado por razones de espacio). Y no de ayer. Muy temprano en el siglo XX se originó un Estado de bienestar pionero de la mano del líder del partido colorado, el presidente Batlle. Como argumentaron David y Ruth Collier en un libro clásico, que la incorporación obrera la hiciera un partido político y no el Estado tuvo efectos positivos para su democracia. De hecho, el consejo salarial, una institución fundamental para hacer dialogar a sindicatos y empresarios en el Uruguay de los últimos años, fue fomentada por el llamado segundo batllismo en los años cuarenta. Más allá de la superposición gradual de reformas sociales, el pluralismo político se mantuvo, lo cual permitió legitimar las reformas. Tras la dictadura, en el Uruguay contemporáneo, la derecha vio prosperar al Frente Amplio sin socavar su crecimiento de manera ilegítima; y una vez en el poder, el Frente Amplio introdujo una serie de reformas sociales cruciales sin petardear el pluralismo. Y, muy importante, muchas no las inventó, sino que expandió y potenció las que ya existían. Entonces, si resumimos, el progreso social uruguayo se debe, como en los ejemplos iniciales, a unas iniciativas sostenidas en el tiempo por coaliciones de actores políticos y sociales (el papel sindical) que no acorralan a la oposición.

¿Es posible el momento rawlsiano? (O… ¿podemos todos ser Uruguay?)

En la región, entonces, tenemos muy pocos países que cuenten con algo cercano a un pacto social. La pregunta es, ¿cuántos cuentan con las condiciones políticas para generar uno? Muy pocos. La mayoría se divide entre aquellos que carecen de actores representativos para pactar algo tan comprehensivo y sensible como un nuevo orden social y, otro grupo que, teniendo actores, posee también con una nociva polarización (la polarización benigna es el pluralismo) que dificulta la posibilidad de institucionalizar las reformas sociales.

En el primer grupo, el caso peruano es paradigmático. En su sistema político, más que actores, ha escrito Eduardo Ballón, pululan personajes. El congreso es una suma de grupos minúsculos (ningún “partido” llega al 15% de la representación) y los congresistas son deleznables amateurs sin ideas, ni organizaciones, ni constituencies, ni jefes. El presidente Vizcarra, por su parte, no tenía bancada, ni partido, ni programa alguno. A cinco meses de las elecciones generales asoma la reproducción de la precariedad: quien lidera las encuestas presidenciales es un exarquero de Alianza Lima y exfigura de realities ramplones, además de breve alcalde de un pequeño distrito limeño al que ha renunciado para tentar la presidencia. El Perú, en suma, no puede pactar nada importante porque no cuenta con actores políticos ni sociales con alguna representatividad.

El Salvador encarna el otro tipo de configuración. El presidente Bukele y los dos partidos que hasta hace poco articulaban el sistema político salvadoreño son fuertes y representativos. Sin embargo, gradualmente el pluralismo va cediendo a una polarización empujada por el presidente Bukele quien, aliado con las fuerzas armadas, acorrala al congreso, al sistema judicial y a la prensa (¡Aguante El Faro!). En tales condiciones las reformas que pueda introducir—huelga decirlo a estas alturas—están destinadas a la inestabilidad pues se realizan dentro de una política abocada a debilitar ilegítimamente las fuentes de oposición al ejecutivo.

Chile, finalmente, es el caso donde las condiciones para pactar un nuevo arreglo social parecen estar alineándose. (Por cierto, esta es una mala noticia para quienes al observar la pandemia repiten la monserga según la cual “una crisis es una oportunidad”: el proceso chileno comenzó antes de la pandemia). En todo caso, Chile podría producir algo como un pacto social porque cuenta con actores políticos que no se odian y que, aun si no cargan con la representatividad de hace un par de décadas, han sido capaces de poner en marcha una serie de pasos efectivos para canalizar la protesta. Derecha e izquierda convergieron en la necesidad del plebiscito y aceptan la constituyente sin los desplantes y amarguras de los países polarizados. Finalmente, la calle demostró que Chico Buarque estaba en lo correcto cuando cantó que “um grito deshumano é uma maneira de ser escutado”. De la ciudadanía depende mucho lo que ocurre y ocurrirá. En síntesis, Chile enfrenta un panorama donde Estado y sociedad podrían entrar en uno de esos ciclos de reforzamiento mutuo que Acemoglu y Robinson llaman “the red queen effect” y que, desde Sudamérica, podríamos traducir como darse manija virtuosamente.

Sin prisa, pero sin pausa

Albert Hirschmann criticó alguna vez a los científicos sociales por vivir interesados en las consecuencias inesperadas de las reformas institucionales y mucho menos en las frustraciones sociales que dejan las reformas defraudadas. Algo de esto puede aplicarse a la agenda del “nuevo pacto social”. Muchos de nuestros países no tienen las condiciones políticas para lograr ese propósito ambicioso. (Y agreguemos que en este ensayo no he aludido a dificultades sociales enormes como la informalidad, la desigualdad o a la necesidad de reformas fiscales). Tal vez más importante que fantasear con nuestros particulares pactos de la Moncloa, sea trabajar en reformas graduales y relevantes… aun si no resetean el capitalismo. Estas transformaciones no divorciarán tajantemente el pasado ruinoso del futuro luminoso, pero al menos señalan la posibilidad de progreso real. La variable que debe intervenir para esto es la profundización de la democracia y el pluralismo. Como señala Candelaria Garay en su libro Social Policy expansion in Latin America, en los últimos años millones de latinoamericanos fueron incluidos en programas sociales en toda la región. La clave para su incorporación no descansó en el consenso inicial de algún pacto comprehensivo sino en la competencia política por el voto de esos ciudadanos. Como es evidente por lo acaecido con la pandemia, tal proceso no ha sido suficiente para evitar la debacle. No se sostuvo en el tiempo algún tipo de “consenso competitivo”. Porque lo importante del consenso competitivo no es solamente poder sostener las reformas en el tiempo, lo crucial es que las reviste de legitimidad y que crea a los actores que pueden defenderlas. Y, si queremos seguir en una vena optimista, al generar esta nueva legitimidad y nuevos actores, ensancha la posibilidad de empujar nuevas reformas más ambiciosas. Y, en ese caso, resultaría que, vaya, vaya, mi abuela tenía razón cuando recomendaba ir por la vida sin prisa, pero sin pausa.

Para leer el ensayo del investigador en inglés ingresa a ReVista.

*Foto: Peri Alto, a suburban pandemic #4, Brasil. Foto de Luca Meola.

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