Filosofía y teoría de la educación

Más allá del licenciamiento, ¿qué universidad queremos?

06 julio, 2018

La masificación de las universidades en el Perú ha traído como uno de sus efectos más perversos la pérdida del control de la calidad de la educación superior y corresponde al Estado, con perfecto derecho, asegurar que esa calidad no caiga por debajo de los estándares mínimos, rol que hoy está cumpliendo la SUNEDU. En ese sentido, la Ley Universitaria, aún perfectible, ha sido un avance. Sin embargo, considero que no estamos aprovechando este contexto de reformas para lograr una elaboración filosófica más profunda acerca del tipo de educación universitaria que debería ser promovida y defendida, a través de la búsqueda por entender la razón de ser más profunda y permanente de la universidad a lo largo de su historia.

¿Qué disciplinas deberían conformar un plan de estudios universitario utópico? ¿Cómo cerrar el abismo entre las ciencias humanas, las ciencias sociales y las llamadas ciencias duras? ¿Cómo han evolucionado las relaciones entre la universidad y la sociedad? ¿En qué medida la independencia y la autonomía de la universidad se han visto afectadas por un Estado que busca establecer los marcos legales de su funcionamiento? ¿De dónde emanan la autoridad moral, el prestigio intelectual y la legitimidad social de la que disfruta la universidad pese a sus problemas y heterogénea calidad?

Estas preguntas son las que he intentado responder en el libro La idea de universidad reexaminada y otros ensayos, en el que pueden encontrar una fuente de información y un estímulo para entender mejor la naturaleza, funciones y trayectoria institucional de la universidad desde sus orígenes en el siglo XII hasta nuestros días. Se entiende que si no conocemos bien su larga, fascinante y accidentada historia de permanencias, cambios y adaptaciones, entonces no alcanzaremos a comprender adecuadamente los obstáculos y peligros que actualmente constriñen y amenazan su identidad y la autonomía de su accionar. Aún más, perderemos la oportunidad de proyectar y construir su futuro sobre bases menos sometidas a los avatares cortoplacistas.

Existe una amplia coincidencia sobre la decisiva contribución que la educación superior ha realizado en la definición de los grandes horizontes científicos y éticos de la humanidad. Este protagonismo lo ha logrado no solo concentrándose en la formación de profesionales, en la transmisión de conocimiento o en la enseñanza de las competencias necesarias para desempeñarse con eficiencia en una ocupación cualquiera. Sino también a través de una pedagógica distinta y más duradera: estimula a preguntarse de una manera metódica sobre cualquier asunto humano desde una perspectiva crítica, fomenta los debates racionales, incita a cuestionar los supuestos de los que parte todo razonamiento, ayuda a discernir con rigor las opiniones, los sesgos y los prejuicios de lo que constituye un pensamiento organizado y coherente; en suma, incentiva nuestra imaginación y articula nuestra capacidad reflexiva mediante el uso de conceptos y categorías, trayendo orden al caos con el que usualmente percibimos la realidad que nos rodea.

Está claro que sus principales protagonistas son los profesores y los estudiantes o, con mayor precisión, el vínculo que se establece entre ambos cuando tiene lugar la experiencia educativa que da origen a una comunidad de aprendizaje. Precisamente por esta razón, la introducción del componente de investigación en la historia de la universidad no es tan antigua –tiene apenas unos doscientos años–, porque en sus orígenes la universidades debían dedicarse solamente a transmitir conocimientos y, por ende, a los docentes les correspondía acompañar exclusivamente a los estudiantes en ese objetivo. Trayendo esta lectura histórica al presente, hoy tenemos universidades masificadas, donde el vínculo profesor-alumno se ha diluido y, por lo tanto, existe una suerte de empobrecimiento de la reputación del docente en favor del investigador. Eso me parece un gravísimo error: las instituciones universitarias han ido generando dinámicas que promueven y refuerzan las prácticas de investigación, pero a costa de quitarle espacio a la docencia. Considero que la investigación cumple un papel esencial en la universidad, que los profesores somos más creativos cuando transmitimos a los estudiantes nuestros propios hallazgos y a través de estos nuestro compromiso por resolver los problemas concretos del país, pero deberíamos buscar el equilibrio y recuperar la nobleza y la dignidad del ejercicio de la docencia.

Más allá de lamentar el estado actual de las universidades o de añorar un pasado que ya no existe, quizás la mejor manera de imaginar el futuro de la universidad sea proponer un diálogo fructífero entre la tradición y la modernidad, entre la historia y las nuevas realidades. Un diálogo que se nutra de un intercambio entre ideales imaginados y logros alcanzables. No se trata solo de licenciar a las universidades para garantizar su futuro. Necesitamos un debate amplio para discernir mejor el camino a seguir de la universidad de estos tiempos.

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